Uno de los días pasados iba con mi amigo en la línea 3 del metro: él me contaba chistes, yo me reía (siempre he admirado esa capacidad suya para contar chistes y me sorprende también la facilidad con la que cuenta historias -aunque siempre se caen por detalles que no espera que tome en cuenta-) y hablábamos de los proyectos en los que estamos.
En ésas estábamos, y por ahi de la estación Centro Médico, cuando oí un golpeteo en la ventana del vagón -iba sentado al lado de la ventana-, volteé y vi a M., mi amiga de italiano por quien pasé bien una gran parte del curso. Hacia el final tuvo que irse por un curso de no-diré-qué: me quedé solito con la bola de brutos de mi grupo de italiano.
Teníamos casi dos meses sin vernos ni hablarnos. No pude más que emocionarme (me asombra también cuán rápido me encariño con las personas) y tomé mis cosas como pude y corrí hacia la puerta, sin despedirme de mi colega.
La gente con la que viajábamos se dio cuenta de lo que pasaba, de lo que me pasaba y los que estaban en la puerta, dos señores, las detuvieron para que pudiera salir sin broncas porque el sonidito de cerrar puertas en el convoy ya se dejaba escuchar. Así como salí al andén, las puertas se cerraron y el tren emprendió la marcha
Después de una plática no tan breve, nos despedimos, haciendo la promesa de encontrarnos en otro lugar menos ajetreado. Me subí al metro y pensé en lo que acababa de suceder, cómo fue que logré bajar del metro. Sólo había visto algo así en las películas gringas donde un chico intenta alcanzar o ver a la chica que le gusta y la gente lo ayuda, así nomás.
Ahora imagino a M., viéndome hacer mi desmadre en el vagón; imagino también a la gente viendo lo que un hombre hace por una mujer, dejar a su amigo, arrastrar su chamarra y cosas por el estilo.
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