Para él no hay "cosa" más importante que el lenguaje, las palabras, los sonidos que ellas producen; ama el lenguaje.
Parece que David quiere mostrar parte de lo mucho que sabe (aunque él dice que ello es muy poco) en cada poema que elabora, bien puede hablar de Blake, de Campbell, de Cortázar y hasta de La Biblia. Así es él. Le gustan los extremos y los experimentos, aparte de lo que uno puede considerar como extraño.
"Antes de decir cualquiera de las grandes palabras"
Ya se sabe: primero tenemos que ponernos de acuerdo
en cuáles son, pero convengamos en que existen:
se escuchan con todo su peso y gravedad
por la Perspectiva Nievski, en el murmullo de Raskolnikov,
y Cortázar se burla de ellas a cada rato
y las aligera, las despierta, las reconcilia
con el resto del vocabulario, para que puedan rozarse
sin daño con las demás y libertad no lastime demasiado
con su tonelaje de mármol griego
y su tufillo existencialista y su indudable grandeza trágica
a tenedor, a janitor, a bibelot –aunque esta última
es sospechosa de grandeza por culpa de Mallarmé,
también están las cortas y decisivas, sí, no, ahora, nunca,
la turbia amor, la limpia muerte, la zarandeada poesía,
otras que son como el arte por el arte, sándalo,
por ejemplo, y algunas como desoxirribonucleico, telescópica
y de indudable elegancia científica, de una manera vaga
e intensa y laberíntica, al mismo tiempo, conectada
con esa otra, vida, y están las combinaciones, claro,
tu boca, esta carta, docenas de objetos verbales
que sólo tienen importancia por razones inexplicables,
pronunciadas en la noche o el día, dichas
o guardadas en el silencio, en la red aterciopelada
de la memoria, en la fortaleza transparente y enérgica
del olvido, ese cuerpo o tejido del que también
están hechas las grandes palabras, el tiempo, tantas cosas.
En Lápices de antes, 1994.