viernes, 27 de enero de 2012

Un escritor catalán ante México/ México ante un escritor catalán (Traducción de un textillo de Pere Calders)

Esta entrada es la traducción que hice a "Apunts per a dos contes mexicans" de Pere Calders, catalán exiliado en México. Creo que es un texto del que no existe traducción al español, y si la hay no se puede conseguir fácilmente (como muchos de sus textos, que se editan a cuentagotas en este lado del Atlántico.
Adentrarse en la lectura de Calders requiere poner mucha atención en lo que dice en sus Prólogos —son de vital importancia para él—, ya que nos pone sobreaviso de lo que incluirá su obra. Pero hay que ir con cuidado: si él nos dice que todo lo que en sus narraciones es real y él ha tomado nota de ello porque lo ha visto, hay que creerle muy poco: simplemente ha llevado al papel lo que ve mediante su espejo, el espejo de la ficción. Habrá dicho, quizá, "eso no es la realidad, es literatura", por más que diga que todo, situaciones y personajes, hayan pasado delante de sus ojos. Característica de la literatura.
Para Calders, México siempre representó algo sumamente distinto de lo que él esperaba y había vivido. Conviene leer estos apuntes pues muestran una imagen del mexicano que a mí me causa mucha gracia: lo llevan a enfrentarse a situaciones extremas en la que se le exige una reacción y, como suele verse, recurre a lo que la tradición y las costumbres le han enseñado: un poco de resignación, un poco de plegaria, pero siempre librándose de una situación que llegaría a ser peor. Ya se verá.


Fuente: Pere Calders, “Apunts per a dos contes mexicans”, en Aquí descansa Nevares i altres narracions mexicanes, a cura de Joan Melcion, Edicions 62, Barcelona, 3a ed., 1998, pp. 151-155.



“Apuntes para dos cuentos mexicanos”
Durante mi estadía en México, tomaba apuntes de hechos reales con el propósito de convertirlos después en narraciones. Es necesario repetir (lo he dicho otras veces) que aquello que nosotros entendemos por realidad, tiene en México otra dimensión: allí la gente hace cosas que en otras latitudes es necesario inventar para los personajes ficticios.
Uno de los detalles más viejos de mi colección explica el caso de un policía auxiliar que, un 10 de mayo, se enterneció. Los policías auxiliares en México son una especie de autoridad menor con uniforme y arma corta. Su misión se reduce a cuidar los automóviles en los estacionamientos, a la vigilancia nocturna de los suburbios, a todo tipo de funciones sin trascendencia que no requieren mucha fuerza coercitiva. Y el 10 de mayo es el día de las Madres, así, con mayúscula, para suscitar el máximo respeto. En esta celebración, los mexicanos no escatiman esfuerzos para demostrar a las madres el sentimiento de amor filial que merecen, y hay casos de hijos que, llevados por la sugestión de la fiesta, han empeñado la máquina de coser con la que madre se ganaba difícilmente la vida, para comprarle un ramo de flores, una caja de dulces y un broche elegante.
Pero regresando a lo anterior: un 10 de mayo, el policía auxiliar protagonista de la noticia que reseño, estaba de guardia en el Monumento a la Revolución, cerca de una parada de taxis. Los choferes de los autos de alquiler sólo hablaban de sus respectivas madres y arreglaban paquetes de obsequios, planeaban otros, se referían a visitas inminentes a mujeres santas y se dejaban llevar por una fácil emoción. El policía estaba trastornado.
— ¿Y tú? —le preguntó un taxista—. ¿No preparas algún regalo para tu madre?
— Es que estamos peleados —contestó el policía con voz compungida—. Hace más de un año que no nos hablamos…
Todos los choferes se escandalizaron por esta confesión y comenzaron a darle consejos. El hombre se estaba ablandando y acabó por abrir su corazón, con los ojos húmedos. Dijo que, si se atreviera y tuviera los pesos que hacían falta, iría a ver su madre con un buen ramo de flores y le pediría perdón.
El caso es que le prestaron dinero, y el policía compró las flores y fue al peluquero y se boleó los zapatos. Emocionado, fue a casa de su madre. Los vecinos asomaban la cabeza por las ventanas y comentaban el evento con beneplácito.
Tocó la puerta y su madre lo recibió. Al verlo, la mujer lo increpó:
— ¡Mal hijo! ¡Hasta ahora te acuerdas de tu madre!
— Es que venía a felicitarla…
— ¡Haragán! Nomás piensas en mí cuanto te da la gana.
— Hoy es día de las Madres…
— ¡Desgraciado! Has de venir a chuparme la sangre.
La vieja no cedía. Recordaba todas las ofensas y el hijo no tenía ocasión de intervenir para a ligar un conversación cordial.
Por fin, la mujer dijo:
—No sé qué te crees. Quizá pienses que tu madre es una cualquiera.
El policía se ofuscó. No toleraba que nadie insultara a su progenitora, y este «nadie», de ninguna manera admitía excepciones. Perdió los estribos, sacó la pistola y mató a su madre.
Hace falta esforzarse para entender que este hecho no tiene nada que ver con la bondad o maldad como se entiende a la manera europea. El policía era una excelente persona, pero hay cosas que un hombre, desde el punto de vista ultramarino, jamás puede tolerar.
***
En Gente del altiplano incluí una narración («Primera parte de Andrade Maciel») que, según como se vea el título, parece que anunciaba una futura segunda parte. Y ésta existe, aunque no haya pasado de la etapa de anotación.
Hacia su vejez, Andrade Maciel se colocó de vigilante nocturno en una importante mueblería propiedad de un español. Quizá habría durado por todo lo que le quedaba de vida de no haber sido por el choque entre las dos razas que, tarde o temprano, siempre acaba por producirse. En el caso de Andrade Maciel, el choque fue muy ilustrativo, Sucedió así.
Andrade Maciel era un viejo achacoso. La limitación física impuesta por su cojera había apagado las efervescencias revolucionarias de su juventud y se volvió un hombre pacífico. El cargo de vigilante nocturno lo hacía casi feliz porque se podía dedicar de lleno a su aversión al matrimonio, sin renunciar a una cierta ilusión de hogar: los tres pisos de la mueblería contenían en exhibición permanente comedores y recámaras, salas, oficinas y cocinas americanas, todo brillante y bien barnizado o esmaltado. Se paseaba arriba y abajo, disfrutando de su soledad y de la pueril escenografía de escaparate. Tenía sus sofás predilectos, modelos de sólido prestigio que conservan una forma básica, familiar, acogedora, adaptada a todas las anatomías. A menudo, sentado en una amplia butaca, mientras contemplaba una litografía con marco dorado y con los pies cerca de un aparato eléctrico que parecía una ramita encendida colocada en una chimenea neoclásica: se sentía el indio mejor instalado de la nación.
Sin embargo, la noche es larga y a los vigilantes les hace falta más de una ilusión para llenarla toda. Andrade Maciel se pasaba también algunas horas a las oficinas de la mueblería, jugando tímidamente con las máquinas de escribir y las sumadoras, contemplando con admiración y respeto la caja fuerte, a la que se acercaba de puntitas y hacía girar el botón numerado, sin malicia, con una ingenua admiración.
Poco a poco, se dedicó a reparaciones elementales. Calzaba la mesa auxiliar de una mecanógrafa, arreglaba cajones que se cerraban mal y, con el tiempo, se atrevió a apretar los tornillos de las máquinas y adquirió una verdadera práctica y un cierto prestigio entre el personal de día, que a menudo le hacía encargos y, con menos frecuencia, le eran retribuidos.
Un día, el administrador general del negocio se dio cuenta de que había perdido el llavero con todas las llaves. Muy temprano, el vigilante tenía la obligación de esperar la llegada del alto ejecutivo y rendirle cuentas de las novedades y recibir instrucciones para la noche. En aquella ocasión, el administrador estaba furioso por la pérdida y no dejaba de revisarse los bolsillos y de proferir lamentaciones. Llamó a su casa, con la esperanza de haber olvidado ahí las llaves, pero la familia lo desengañó. Envió a un subordinado al garaje donde dejaba el automóvil, para ver si las llaves habían quedado en el asiento o, en caso contrario, que hiciera a pie el recorrido del garaje a la mueblería, mirando el suelo, por si el llavero se había caído en el camino. Pero no apareció en ninguna parte.
La situación era muy molesta porque don Fidel, el dueño (que tenía el único duplicado del juego de llaves), estaba en Monterrey y no lo esperaban sino hasta mediodía. El administrador tenía que hacer unos pagos y guardaba la chequera y la documentación dentro de la caja blindada. Pudo abrir la puerta exterior, pero se quedó contemplando la que cerraba los compartimientos interiores con una actitud de desolación un tanto excesiva. El administrador era gallego y expresaba sus emociones de una manera muy distinta del estilo contenido de los indios. Andrade Maciel lo veía compungido y aprovechó una pausa entre dos imprecaciones para decir:
—Si usted gusta, puedo abrir la puerta…
—¡Animal! ¡Y tú qué abres, cristiano! A ti todo se te figura puertas de gallinero…
El vigilante, sin abandonar su actitud humilde, agarró un clip y un desarmador, se acercó a la caja, trasteó pacientemente y la abrió. Se mostraba radiante con su habitual tono menor, pero sin una profunda satisfacción, por el puro gozo de servir. A pesar de todo, a su alrededor sólo vio miradas condenadoras.
El administrador ni siquiera le dio las gracias, y cuando se despidió con su acostumbrado «hasta mañana», el gallego le dijo:
—Mira, tienes que venir esta tarde, a las cuatro.
—Es mi hora de dormir…
—No importa. Ven, porque don Fidel quiere hablar contigo.
A las cuatro, don Fidel lo esperaba de pie. Le pagó la quincena y lo despidió sin darle explicaciones. Él tampoco las pidió de tan abrumado que estaba: amodorrado, con el desencanto que conllevan las injusticias: no entendía nada. En realidad, no lo entendió nunca.

viernes, 6 de enero de 2012

Lizalde y Neruda: De gatos



EL GATO

Se sabe legendario y mágico
Nos mira siempre como a sus inferiores
desde las grandiosas tinieblas milenarias
de Keops o de Karnak, donde era venerado
e inmune a toda terrenal ofensa.

Uno puede admirarlo sobre un mueble mullido o una consola
sorteando sin romper los frascos de cristal
y otros endebles ornamentos y espejos,
avanzando entre ellos como un soplo
de seda y fuego.
O bien, podemos verlo sobre el borde pétreo
de un muro en el jardín,
ejecutando largos y estremecedores
conciertos de inmovilidad
con estatuarias dotes sobrenaturales.

Se puede uno topar con él en un estante
–a riesgo de un zarpazo–
confundido entre los bibelotes
de armiño o lana,
o acurrucado en la vitrina de un museo
junto al tranquilo cuerpo disecado
de un felino congénere o cómplice remoto.

En la casa, cuando se halla esculpido
en uno de esos trances de asombrosa quietud,
suele fijar en nosotros, como un dardo,
su gélida mirada
por un tiempo sólo registrable
con uno de esos artefactos fílmicos
de acción continua
aptos para observar el crecimiento
  de una planta o una flor.
Sus fosfóricas pupilas
–eso suele decirse–
son un túnel de luz hacia el infierno.
Uno siente al verlas de reojo
que si intentara sostener la vista sobre ellas
durante dos minutos temerarios
podría llevarlo a enloquecer de pronto,
sufrir algún masivo infarto
o derrumbarse, sangrando por los ojos,
al pie de alguna de esas domésticas deidades.


Eduardo Lizalde




ODA AL GATO


Los animales fueron
imperfectos,
largos de cola, tristes
de cabeza.
Poco a poco se fueron
componiendo,
haciéndose paisaje,
adquiriendo lunares, gracia, vuelo.
El gato,
sólo el gato
apareció completo
y orgulloso:
nació completamente terminado,
camina solo y sabe lo que quiere.


El hombre quiere ser pescado y pájaro,
la serpiente quisiera tener alas,
el perro es un león desorientado,
el ingeniero quiere ser poeta,
la mosca estudia para golondrina,
el poeta trata de imitar la mosca,
pero el gato
quiere ser sólo gato
y todo gato es gato
desde bigote a cola,
desde presentimiento a rata viva,
desde la noche hasta sus ojos de oro.


No hay unidad
como él,
no tienen
la luna ni la flor
tal contextura:
es una sola cosa
como el sol o el topacio,
y la elástica línea en su contorno
firme y sutil es como
la línea de la proa de una nave.
Sus ojos amarillos
dejaron una sola
ranura para echar las monedas de la noche.


Oh pequeño
emperador sin orbe,
conquistador sin patria,
mínimo tigre de salón, nupcial
sultán del cielo
de las tejas eróticas,
el viento del amor
en la intemperie
reclamas cuando pasas
y posas
cuatro pies delicados
en el suelo,
oliendo,
desconfiando
de todo lo terrestre,
porque todo
es inmundo
para el inmaculado pie del gato.


Oh fiera independiente
de la casa, arrogante
vestigio de la noche,
perezoso, gimnástico
y ajeno,
profundísimo gato,
policía secreta
de las habitaciones,
insignia
de un 
desaparecido terciopelo,
seguramente no hay
enigma
en tu manera,
tal vez no eres misterio,
todo el mundo te sabe y perteneces
al habitante menos misterioso,
tal vez todos lo creen,
todos se creen dueños,
propietarios, tíos
de gatos, compañeros,
colegas,
discípulos o amigos
de su gato.


Yo no.
Yo no suscribo.
Yo no conozco al gato.
Todo lo sé, la vida y su archipiélago,
el mar y la ciudad incalculable,
la botánica,
el gineceo con sus extravíos,
el por y el menos de la matemática,
los embudos volcánicos del mundo,
la cáscara irreal del cocodrilo,
la bondad ignorada del bombero,
el atavismo azul del sacerdote,
pero no puedo descifrar un gato.
Mi razón resbaló en su indiferencia,
sus ojos tienen números de oro.


Pablo Neruda


(El gato de las imágenes es el mío: Ringo)

lunes, 2 de enero de 2012

Gernika en mis ojos (Dolor es tu nombre)

El de Gernika (Guernica, en español) es uno de los atentados más cruentos en contra de civiles y es uno de los iconos más emblemáticos del "movimiento" antibélico.
Parece que fue el ensayo de lo que serían los ataques aéreos durante la Segunda Guerra Mundial; las consecuencias ya se saben.
El ataque sobre Gernika ocurrió el 26 de abril de 1937, efectuado por alemanes e italianos que estaban del lado de los golpistas.
Picasso tituló uno de sus cuadros "Guernica", en él no hay referencias explícitas al ataque mencionado pero sí puede percibirse desesperación, un clamor de paz y el sufrimiento que la guerra ocasiona al ser humano.
Lo que más me sorprende, luego de la utilización de blanco y negro (con algunos grises), son las expresiones de las figuras representadas, tanto de los seres completos como de los que están fragmentados. Y creo que es este detalle, los fragmentos o trazos, lo que nos pone a pensar en los resultados de cualquier acto bélico, no sólo en material, lo evidente, sino en el interior de cada sociedad.


A modo de homenaje, Diego el Cigala lanzó en 2005 un disco llamado Picasso en mis ojos, en el que a través de diez canciones, una de ellas es la musicalización del poema "La paloma" de Alberti, presenta un nuevo acercamiento a la obra del malagueño. Una de las canciones que integran el álbum se llama "Guernika-Dolor":


Los considero un deleite para los ojos y para los oídos.